lunes, 4 de abril de 2011

Chimney

Realmente, cualquier cosa da pie para escribir un cuento. No hace falta tener creatividad, mucha imaginación o excepcional sensibilidad. Escribir un cuento, el mero acto mecánico de la creación a través de palabras, tan solo requiere de una idea, una semilla. En cuanto esa idea-semilla llega, sola se posiciona en algún lugar de la mente, donde crece y crece hasta que ya no le quede lugar. Entonces esa idea-planta nos obliga a escribir, para expandirse a otras mentes y seguir creciendo.

Por eso, para escribir lo único que hace falta es estar atento. Todo el tiempo. Por ejemplo, al caminar. Casi todos los días me veo obligado a caminar por unas cinco o seis cuadras que cruzan por una ex zona fabril, dado que todos los medios de transporte que uso quedan atravesando esas cuadras. Caminando por allí, particularmente temprano a la mañana o cerca del anochecer, pueden verse, asomando apenas entre el horizonte de edificios residenciales, las extrañas chimeneas de lo que alguna vez fueron fábricas y depósitos. Hace años que esas fábricas dejaron de funcionar y el toda el área quedó disponible para el rapiñaje inmobiliario. Los edificios fueron apareciendo, la gente empezó a llenarlos y el activo barrio fabril se transformó en un tranquilo suburbio urbano. Sin embargo, en los recovecos entre edificaciones, sobre algún terreno sin comprar, sobre una pared no demolida quedaron las chimeneas, dejando registro de lo que fue, y seguramente jamás volverá a ser. Oxidadas, algunas torcidas en formas extravagantes, son como inflorescencias metálicas que surgen entre los pliegues de la ciudad. Algunas parecen racimos hongos, surgiendo en pelotón desde el espacio que separa dos edificios. Otros, más imponentes, son troncos de árboles deshojados que con su fálica fuerza ganan la atención desde el cuadrado paisaje. Algunos aparecen en secuencia, como en una exhibición de su crecimiento al aire libre. A veces son como copas abiertas hacia el cielo, tragando aire y lluvia para alimentar algo escondido en las entrañas del concreto.
Hay una en particular, que siempre miro cuando cruzo por ahí. Es una ancha chimenea curvada, se asemeja a esos tubos que hay en las cubiertas de los barcos. Su boca apunta hacia el sol que nace, por lo tanto nunca pude ver su interior. A tanta distancia, la primera vez que la vi, pensé que era una persona, tapada con una manta, mirando el amanecer. Pero no, es solo un tubo de acero oxidado. A veces, imagino ver una mano salir de su silueta, que comienza a correr lentamente la capa amarronada que la cubre, hasta revelarme su rostro, mirándome fijamente. Otras veces, realmente lo hace.

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