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sábado, 5 de diciembre de 2020

Listener

Para dar un paso, siempre un pie tiene que estar frente al otro. Mientras el de atrás se queda firme, sosteniendo todo el peso, el del frente avanza, temeroso, hacia lo desconocido. Extiende su sensibilidad, hasta encontrar la respuesta inequívoca de la tierra firme, para tomar su decisión, y con esa fuerza sostener todo el peso, para dejar que el otro pie haga su propio avance.

Es natural, entonces, que él sepa exactamente lo que voy a hacer. Abre las puertas de las habitaciones cuando mis manos están a un centímetro del picaporte. Aventura un almohadon en el espacio que el que tenía un vago deseo de sentarme. Toma mis manos, con firmeza, antes que la noticia del frío llegue a mi conciencia.

Él es un buen oyente, me conoce muy bien. Siempre sabe qué prepararme de comer. No se de dónde toma las pistas. Será que mira sobre mi hombro cuando reviso mis redes, tomando una precisa nota mental de cuantos segundos me detengo en cada foto. Podrá inferir mi pulso en base a cómo varían los colores en mi cara. Quizás los distintos sonidos de mis pasos, a veces rápidos, sugerentes, sigilosos, otras veces pesados, aferrados a la tierra, le den noción de mis intenciones más ocultas.

Es realmente mi cabeza la que quiere posarse en su hombro, o es esa apertura, esa hospitalidad que exuda, lo que me atrae a su abrazo profundo? Es el hambre lo que mueve mis mandíbulas, o es el festín que aparece frente a mis ojos el que obliga a mis manos a actuar?

Estoy preocupandome de más. Él sabe lo que es mejor para mi. Por eso, no debe inquietarme el taburete solitario en medio de la habitacion, ni la ominosa cuerda que cuelga sobre el mismo.

sábado, 13 de mayo de 2017

Circle

En la cima de la montaña más alta, hay un templo. Una torre de cinco pisos corona el templo. Sobre el último piso de la torre, hay una serie de plataformas, una sobre la otra, con un pequeño resquicio para sentarse y otro para apoyar un pergamino. En esas plataformas, sobre esa torre, sobre ese templo, sobre esa montaña, se juntan los sabios. Escriben sentados en sus resquicios, dibujando letras con tinta sobre sus papeles. Escriben incansablemente historias, buscando delimitar la verdad. Se acercan de a poco, con cada nueva hoja, cada nueva frase, cada nueva palabra, van bordeando la certeza, acorralando la realidad que hay más allá de sus ojos, del velo de sus sentidos. Dicen los habitantes de la montaña, repiten las paredes del templo, reiteran los grabados de la torre, que cuando una historia llegue a la verdad, bajará una mano divina de entre los cielos y tomará con sus dedos la cabeza calva del sabio, aunque esto lo interrumpa mientras está terminando una hoja, una frase, una palabra, y lo elevará a la corte divina, sumando su escrito al interminable relato de la realidad que existe perenne, más allá del vaho de los sentidos. Durante la elevación, el resto de los sabios podrá escuchar la voz del supremo, proclamando con dureza y ternura, el relato del iluminado, sin olvidar ni una hoja, ni una frase, ni una

sábado, 8 de marzo de 2014

Sleep

Me gusta verlo dormir.
Tal vez poque es el único momento del día en el que está quieto. De día se la pasa viajando de un lado a otro, al trabajo, a la universidad, con sus amigos. Vuelve a casa para salir disparado de nuevo. Muchas veces sale, a bares, a bailar, no lo se muy bien. Pero siempre vuelve. Escucho el tintineo de las llaves, el jugueteo previo con la cerradura, el portazo delicado. Siento, con el primer paso dentro de casa, su aura de alcohol y diversión. Sin detenerse, va directo al baño. Abandona la ropa, se mete en la ducha y deja que el agua recorra su piel, llevandose consigo cualquier rastro del mundo exterior. Siento, a través de la pared, como se mueve bajo la ducha. Imagino las manos frotando jabón sobre sus músculos, recoriendo sus grietas. el shampoo goteando por su espalda. los pelos de su sexo cayendo por el drenaje, hundiendose imprudentes en lo oscuro.
Después va a su cuarto. Cierra la puerta, se envuelve en su pijama y se deja caer ruidosamente en la cama. Solo entonces, me paro al lado de su puerta y escucho su respiración. Como varía sus ritmos, como se interrumpe para darse vuelta entre las sábanas. A los pocos minutos, se duerme. Ya casi sé el tiempo que le demora. Espero unos minutos más, solo para estar segura, y abro la puerta.
Me gusta verlo dormir.
De costado, de cara a la ventana, abrazado a la almohada como si fuese un bebé. A veces está de frente, como si se hubiese dormido sin querer, atento a la puerta. Pero no puede verme. Lo se. Respiro muy profundo, para poder llenar mis pulmones con su aroma, mezclado con la manzanilla del shampoo y la transpiración en las sábanas. Su olor, llenandome por completo. Me acerco despacio a su cama, mirandolo fijo. Le acomodo el pelo para un costado. Como me gustaría agarrarlo, hudirme con él, mojarme de sus brazos, su cuello. Enterrarme en su pecho, sus piernas, las marcas de su vientre. Pero todavía no. Tengo que esperar un par de horas. Sin falta, entre las 3 y las 4 de la mañana se despierta para ir al baño. Se quita las sábanas de encima, no se percata de la puerta abierta y entra al baño. Yo lo espero en su cuarto, escondida en el espacioso armario que tiene frente a la cama, amarrada entre sus camisas. Enseguida vuelve a la habitación e inconcientemente vuelve a cerrar la puerta. No me ve, sonriendole desde el armario. Se acuesta, y ahora si puedo presenciar la maravilla de su cuerpo convirtiendose en sueño. Como se afloja la respiración. Como se sacuden sus extremidades, hasta apagarse. Descansando en paz.
En ese momento, salgo de mi triste refugio y me envuelvo de él. Nado entre sus pliegues, respirando el aire de su garganta apagada. Le tomo las muñecas y le separo los brazos, revelando su pecho latiente, lleno de dormida pasión. Beso su cara, su cuello, la punta de sus pezones. Su cuerpo inconciente no entiende ni las reaciones a tales provocaciones, se sacude, retuerce bajo mi eterea presión. Forcejeamos entre las sábanas como medusas en un charco, enredando cada filamento. Aprieto su garganta mientras él murmura invisible el nombre de una virgen.

Entra fuerte el sol por la ventana, y me doy cuenta que me quedé dormida abrazandolo, cálida junto a su cara de sol. Entonces me levanto, sin prisa, y me paro frente a la cama, dejando que cada rayo de sol me atraviese de lado a lado. Estoy al pie de su cama y espero a que se despierte, a que su ojo terrible se abra después de las pesadillas. Espero tranquila, una, dos horas, mientras lo veo dormir. El sol me arde en la cara, en el pecho desnudo, pero espero. Espero. Hasta que abre los ojos, espejitos de colores, llenando la habitación. Pero no me da miedo, porque se que él no puede verme.
Se sienta en la cama, transpirando la humedad de la noche anterior. Mira fijo el armario. Me pregunto si se acuerda de mi.

lunes, 11 de febrero de 2013

Not Dead

"Yo no estoy muerto"
Vuelve a repetir el hombre frente a la ventanilla translucida. Ve que la sombra, la cual se asemejaba ligeramente a la silueta de un ser humano, se mueve despacio, como acercandose al vidrio; quizás, queriendo escuchar mejor. Pero lo único que se escucha es el mismo soplo distorsionado que viene repitiendose desde el primer momento. El hombre vuelve a insistir, y la ventanilla le responde de la misma manera. Levanta la mano y apoya un dedo sobre el vidrio frío, que esconde a la persona del otro lado. Al menos, tendría que ser una persona. ¿Habrá alguien del otro lado? Hace tanto tiempo que el hombre está mirando que confunde su vago reflejo con la sombre a través de la ventanilla. A veces golpea el vidrio con fuerza, pero un eco apagado le quita las ganas de seguir. Luego insiste, insiste ilógicamente con su demanda, su pedido, su declaración, su vergüenza, su vano parlamento. Alguien lo está escuchando, esa sombra, dios u hombre, sea quien sea, lo escucha, no se va. Le estará pidiendo que hable más fuerte, le estará dando direcciones. El espesor del vidrio no le permite escuchar nada, solo un murmullo de estática, un pasto suave donde los signos y significados se hunden en la nada. Entonces la garganta del hombre ataca otra vez, toma aire, vibra de la forma adecuada para que las cuatro palabras reboten en las paredes de su boca y envien el mensaje que (el hombre está seguro) los oidos del otro lado del vidrio deberán escuchar. Tienen que escuhar. Pueden escuchar. Espera, un medio segundo de silencio, de vacío, en el que el cerebro pasa de enviar a recibir, una sed de comunicación que se despliega tranquila en cada nervio del cuerpo mientras espera, espera el llamado, el mensaje, la palabra que lo libere, que lo llene de seguridad, es que no está muerto. Un muerto no habla, no escucha. Un muerto no tiene sed. Un muerto no sufre. Pero el hombre no lo sabe. Detrás del vidrio, del otro lado de la ventanilla está la verdad. Y declama, grita, sangran las cuatro palabras de sus labios, en eterno renacer.
Una vibración ininteligible, su única respuesta.

Del otro lado del vidrio, otro hombre, con otra historia a sus espaldas, habla despacio contra el vidrió, como rezando, o suplicando, un pequeño mantra.
"Yo no estoy muerto"

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Apple(s)

A veces puedo escribir cosas sin pretensión, ¿no?


Crimson Delicious

Cae la noche mientras entro a mi oficina. Dejo la espada reglamentaria en el perchero mientras mi asistente me recibe con la primera espirituosa de la jornada. “Charles, hay una cliente.”. Hace un extraño énfasis en la ‘a’. “No me llames Charles. Soy ‘Sr. Detective’ para vos.”. En este barrio solo hay prostitutas y narcos, y no tengo ganas de otro tiroteo en un triángulo amoroso. Estoy por cancelarle a través del intercom cuando ella entra de prepo a mi oficina. Ni prostituta ni narco, pero podría ser lo que quisiese. El escote me apunta con tanta furia que quiero empuñar mi arma en este instante, pero el medallón que esconde el pezón izquierdo me contiene. Nobleza, sangre azul contrastando con su vestido rojo. Quien lo diría, en este barrio de mala muerte.
Se llama Ringo, me dice, pero se hace difícil escuchar esa voz lamedora, mirar las esmeraldas que tiene de ojos y esquivar el abismo del escote al mismo tiempo. Me dice que está en peligro, que alguien quiere asesinarla. “¿Por qué?”, le pregunto. “En el castillo no gustan de mis… costumbres”. Inquiero sobre tales asuntos, pero un vaivén de sus ojos de dragón me dicen todo. Me entrega tímidamente un papelito, con dos palabras escritas, y un número. Nos miramos fijo, y algo explota alrededor. Vapor cálido. Tal vez a mi asistente se le cayó la pava, o algo así, pero no importa mucho. “¿Con qué va a pagarme?”. “Ya veremos…”, dice, mientras se muerde levemente el labio inferior.
Me da ternura. Debe tener 3 años menos que mi hija, y sin embargo está tan desarrollada. Le ofrecí quedarse, hasta que juntase pruebas suficientes para encarcelar preventivamente a los malhechores. Pero rechaza la oferta con altura. Se levanta de la silla y emprende hacia la puerta. “Tengo con qué defenderme”. ¡Ay, el escorpión! Que vaivén de despedida. De haberlo sabido, la hubiese echado antes para ver esa manzana estallar en rojo.

Madrugada. Mi asistente me despierta tocándome el hombro. “Charles, teléfono”. La reprendo con un correctivo al tiempo que atiendo. La dureza mañanera se deshace, flácida. La manzana había muerto. Encontraron su cadáver colgado de un árbol, el vientre atravesado por una rama certera. Imaginando ese culo flotando inerte a metros del suelo, el mundo se vuelve un lugar gris y blando.
Mientras mi asistente me quita el pijama y me viste con la armadura, recuerdo el papel que Manzanita me entregó la noche anterior. Dos palabras y un número. “Los 7 escasos”. Ya se donde empezar.

McIntosh. Bigote ancho, reloj pulsera de oro, pelada incipiente. Carterista en la peatonal del centro, seguramente gana en un día el doble de lo que consigo por mes. Me cuenta que fueron amantes durante un año, hace mucho tiempo, cuando ella era aun una tierna adolescente.

Allington Pippin. Número par de anillos en cada mano, botas largas, bigote ancho. Maneja una casa de empeño en los barrios bajos. Mientras limpia un cetro de dudosa procedencia, confiesa que solo cogieron 3 veces, durante una aventura que tuvieron el año pasado.

Newtown Pippin. Gemelo de Allington, número impar de anillos en cada mano, saco largo, bigote ancho. Organiza peleas de ratas gigantes en una mansión abandonada. Alimenta a Zuccini, su rata estrella, mientras me cuenta, como una confidencia, que ella amaba hacerlo entre el estiércol.

Zuccalmaglio. Turbante púrpura, bigote ancho, ojo de vidrio. Falsificador de firmas en el bajo. Me recibe contento en su oficina, hace mucho que no lo visito. Al preguntarle, me revela que la chica de la famosa anécdota con el caballo era Manzanita.

Antonovka. Bigote ancho, trenzas largas, capa verde. Controla el embalaje de manzanas y adultera el peso por un no muy alto incentivo. Enfundado en una manta rellena de plumas, me dice al oído que desde que estuvo con ella no siente nada de la cintura para abajo.

Nickajack. Vestimenta de cuero, garfio, bigote ancho. Dealer de los bohemios de los barrios altos. Era clienta suya, y al ser una princesa desterrada, pagaba con especias. Las drogas eran muy caras, por lo visto.

Adams. bigote ancho, camisa de cocodrilo y overol. Regentea las prostitutas del muelle. La última vez que la vio estaba trabajando full-time en una de las casas que maneja. Pensaba que un marinero la secuestró.

Vuelvo a la oficina abrumado. 7 sospechosos, uno más obvio que el otro, y esa manzana de delicioso carmesí, perforada por todos los gusanos. Me siento en el escritorio y pongo la lista de los escasos enfrente mio. La miro fijo. Una y otra vez.

McIntosh
Allington Pippin
Newtown Pippin
Zuccalmaglio
Antonovka
Nickajack
Adams

No tengo la más puta idea.
Sin otra solución, saco de un cajón con llave mi adorado Ichin. Con alguno de sus poemas místicos me va a dar una mano. No me molesta hacer trampa.
Pongo los palitos electrónicos sobre el escritorio. Le pido tres monedas a mi asistente, porque no tengo un mango. Luego las tiro en el cuadrilatero brillante que forman el Ichin. Los palitos empiezan a hablar, revelandome una fracción del conocimiento místico detrás de milenios chinos.

“si la respuesta buscás
mirá hacia abajo, boludo
distraído andarás
porque la mina tenía buen culo.”

Miro de nuevo la lista. Estuvo frente a mis ojos todo el tiempo.
Que bolú.

viernes, 17 de agosto de 2012

Hole

El silencio es una farsa. Jamás hay verdadero silencio. En cuanto sucedió el derrumbe y dejamos de gritar inútilmente, entendimos de inmediato nuestra situación. Un zumbido vino a ocupar el espacio que antes llenaban nuestras voces, el chirrido de las armaduras, el crepitar del fuego de las antorchas, la vibración imperceptible de las cosas de la vida.

Después el zumbido cede su lugar al sonido del propio cuerpo. La respiración deja de ser un suspiro, más atemorizado o menos, para ser un complejo mecanismo: Se abre la válvula del pecho y un músculo bajo los pulmones se tensa y comprime, forzando el aire cerca de la nariz a entrar a las tuberías que llenan la garganta. La válvula se cierra, y el aire encerrado tiembla entre las costillas. El torso, incómodo en su extensión, se cierra sobre los pulmones y la válvula no encuentra otra opción más que abrirse, dejando escapar el aire, que ahora sabe lo que es la libertad.
Las articulaciones rechinan, hablan entre si a través de los cables del cuerpo, y recién ahí uno es conciente de lo minuciosa que es la maquinaria humana.
Cuando el tímpano se acostumbra a que el sonido provenga de adentro, aparecen las sombras de los otros en la oscuridad. Primero como el roce de la tela y el metal con la piedra, antes escondido tras el ritmo del bombear de la sangre en los oídos. Luego la saliva jugando en la boca ajena, las burbujas espesas surcando los huecos de los dientes, la lengua saboreando la nada en su prisión de carne y hueso. El rascar de los parpados, entrelazándose con tanto ruido que uno no puede escuchar nada más. El chapoteo suave de los parpados al abrir y cerrarse. El salpicar sin alegría del iris girando en la negrura. Incluso eso desaparece. Y ya nadie se mueve. Ya no hace falta. Solo resta esperar para siempre, ya que ni el hambre nos llamará a la tumba. Esperar que la nada misma nos consuma, o que alguien apriete el maldito botón.

Nuestro pequeño limbo, el hueco del hogar de una falsa chimenea, está coronado por un botón de color negro, hecho de marfil. Sobre él, en un pequeño cartel metálico, la frase “No apretad el botón”, tallada torpemente. Lo vimos momentos antes del derrumbe, pero no reparamos en él hasta que lo inexorable de nuestra situación nos lo puso en la cara, literalmente.

“Perdido por perdido”, Jonhás decía, mientras trataba de convencernos. Por supuesto, él jamás ve las consecuencias de sus actos. Decidió ser aventurero ignorando (o quizás a causa) los consejos de sus padres. Trabajó en un barco mercante, hasta que llegaron a unas costas lo suficientemente alejadas de la ley y escapó con unos hombres y suficiente alimento para un viaje corto. Lo encontré en medio de la selva, hambriento y con los ojos llenos de aventuras. Incluso en esta cripta, a miles de metros bajo la tierra, su ansia era tan fuerte como el primer día. El ansia que lo llevó a leer unas palabras antiguas, escritas sobre el pedestal que había frente a la falsa chimenea, el pedestal que activaba la trampa.

“Por algo está el cartel”, Mikael decía, mientras trataba de convencernos. Quizás esté reviviendo cada uno de sus días, repensando cada elección que lo llevó hasta aquí, a este triste paraíso de ateos, porque quien no tiene dios no tiene recompensa. Fiel creyente, su vida fue el producto de la tabla de mandamientos. Leyendo durante años sobre los santos y sus fieras hazañas contra el enemigo, su sangre clamaba por algo que no se encontraba en los libros. Su aptitud para la magia era imprescindible para cualquier aventurero que quiera triunfar, así que lo contraté enseguida. Cuando logró crear estos anillos, que nos alivian la molestia de comer, beber y respirar, regalándonos un paladeo del sabor de la eternidad, creí que mi elección había sido la correcta. Pero esta breve inmortalidad no nos dio tiempo para arrepentirnos de todas nuestras malas elecciones. Mikael, el único que sabía leer, apoyado en el pedestal, dandole el peso que faltaba para activar la trampa.

Yo estoy tranquilo. La oscuridad me abriga, me hace compañía. Finalmente encontré un lugar donde no hay que escapar, donde no hay que salir a saquear, a pelear para demostrar algo, porque no hay nadie a quien demostrar. La oscuridad esconde el botón de mis sentidos, el botón que podría romperla. El botón que ya había roto el falso silencio provocando la discusión entre Jonhás y Mikael. Pero ya no se mueven. Ya nada se mueve.

lunes, 28 de mayo de 2012

Box

La caja del estante más alto.
Pasaron diez años para que yo tuviera la altura necesaria para agarrarla.
Sorpresa.
La caja está vacía.

domingo, 22 de abril de 2012

Route

Un auto camina concentrado por la ruta. El conductor no lo sabe, pero el motor conoce el esquema de su vida. Sabe que en dos minutos dejará de moverse para siempre. El vidrio automático de la puerta derecha sabe que en noventa y seis segundos se astillará y se convertirá en lágrimas. Los neumáticos conocen el enigmático símbolo que dibujarán 24 metros más adelante, que continuará en el pasto fresco, volará sobre una cerca y terminará donde una vaca pastará pasado mañana. Los tres lo saben, y sin embargo deciden continuar. Aunque el camino frente a ellos solo los lleve a la muerte, no dudan ni un segundo en avanzar, a toda velocidad. Y si dudan, no lo demuestran.
¿Qué culpa puede tener la piedra que vuela hacia la cabeza del conductor, si el motor no decidió parar, el vidrio eligió romperse, los neumáticos no dejaron de girar? la piedra solo volaba dentro de su prevista trayectoria oblicua, desde la mano de una chica hasta el arbusto del otro lado de la ruta. El conductor no lo sabía, ni la chica, ni la piedra. ¿Por qué juzgarlos, en su debacle mortal, cuando el conciente vehículo arremete decidido sobre su destino? ¿Cómo considerarlos culpables, solo porque la mano prefirió lanzar la piedra, el aire optó por no detenerla?

Un cadáver se pudre, solo en la ruta. Su carne al sol es el único juicio visible de un dios que teme decidir.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Dome

Finalmente, después de años de desearlo, me anoté en un taller de escritura. Como nota aparte, también me anoté en tantas cosas que no se si voy a poder hacerlas a todas. Espero no descartar esta.

2da tarea, con correcciones. Vamos a ver si es un poquito más interesante si no escribo la consigna.


Bóveda

Ulga mira por una ventana hexagonal el gastado paisaje. Azul arriba, Azul al frente. Solo un suspiro de libertad, pero ese pensamiento es incomprensible para la gente de hoy. Da vuelta la banda roja, blanca y negra que hay en su brazo izquierdo, y sus pies encerrados comienzan a golpear pendularmente el metal del suelo. Conejos blancos como burbujas corren entre sus piernas y ella agarra a uno, le separa las patas y blande su instrumento para continuar con la tarea asignada. Control de plagas, escrito en caracteres rectos y fluorescentes sobre la banda negra que cubre su brazo derecho. Si bien es un deber cívico, este es el deber cívico que más adora. Cada vez que escucha el “Zip” de las tijeras siente como si sus pies se regeneraran lentamente, una célula nueva por cada zumbido del metal. Aunque trate a todos los conejos de la ciudad, sus pies nunca van a volver a su estado original. Ni siquiera se atreve a una operación estética, aterrada de las formas que se ocultan tras las gruesas medias de nylon y las botas de soldado.
Escucha un chasquido breve, proveniente de la radio. Inmediatamente, se voltea hacia arriba para ver a Mychelle, su capitana, con dos conejos en la mano y su rulo flequillo tintineando dentro de la escafandra. Mychelle le recordaba a su tía, tanto por la alocada melena enrulada, ahora escondida en el reflejo del casco, como por el amarillo patito con el que su traje estaba embadurnado. Su tía favorita, con la que pasaba días enteros jugando, solo jugando, a estar sobre la superficie del hielo. Partidaria de la esvástica, pensaba que con ellos se estaba mejor. Ulga no recuerda esa época con claridad, porque era muy chica, pero las costuras sobre su piel le hacen pensar que su tía estaba en lo correcto. El amarillo patito fue fatal para ella. Atacada por sorpresa por un partidario del Bagre felpudo, la agrupación rival. Tan rápido, su cara fue teñida del color del enemigo y solo tras unos segundos de estupor comprendió que jamás podría borrarlo de su piel. Quedó con estrés postraumático hasta el día de su muerte.
La radio insiste, alejando a Ulga de sus recuerdos. Mychelle y su rulo flequillo le avisan que es hora de la higienización. Se aleja de la creciente multitud de conejos con grandes pasos, saliendo por el acceso oeste de la plaza abovedada. Pasa por la cámara de presurización, engancha su traje a la cadena transportadora y se deja llevar bajo el cercano cielo celeste hasta el módulo de higienización. Entra a su cubículo y procede a quitarse el traje. Escafandra, tubos de respiración, instrumentos, neopreno. Solo las botas adornan su cuerpo. Toca su pubis, mientras recuerda el lento vaivén del rulo, abovedado entre los algodones rabiosos. Choca fieramente con el alambre, y se resigna a su último placer privado. Impaciente, enciende la pequeña ducha rectangular, entra al cubículo. Con las manos en el suelo, eleva las botas hasta engancharlas con la fuente del agua. Queda unos segundos así, suspendida, con la gravedad empujando sus masas de forma irregular. Cierra los ojos, permite escapar un suspiro lento y sostenido, como una pérdida en el tubo de oxigeno, y deja que el cremoso calor suba por su espalda.

jueves, 2 de febrero de 2012

Shore

"Mi primer recuerdo es un sueño, y ese sueño era un sueño lúcido. Quizás tuve algún otro sueño antes, pero no lo se con seguridad. Estaba en la playa, en un mediodía borroso y nublado. El viento corría fuerte y me llenaba la cara de sal. A lo lejos veía a mi papá, pero solo distinguía su silueta. Empecé a armar una escultura con arena, seguramente imitando la silueta, cuando siento la humedad del mar en mis manos, el detalle de la textura de la arena empapada, el sutil frescor del aire anunciando la claridad de la plena conciencia. Me puse de pie con lentitud, examinando mi precaria obra. Miré de nuevo la silueta y decidí ir a buscarlo. El tiempo en el sueño transcurre de forma extraña, pero creo que caminé durante una hora hasta alcanzarlo. Me dejé caer cerca de sus pies y empecé a cubrirlos con la arena mojada, golpeándola con firmeza para que quedara lo más sólida posible. Quizás, si cubría lo suficiente, él no se iría."

miércoles, 18 de enero de 2012

Night

Ella Piensa

Una tenue oscuridad cubre todos sus sentidos. La vista tapada por la noche de luna nueva y los claroscuros de la ciudad bajo las sabanas. El oído aturdido con el suave viento tras la ventana y los crujidos de los muebles que, insistentes, no quieren desaparecer de su pensamiento. El gusto, siempre correcto, imperceptible. El olfato merodeando entre los tonos de su pareja, que duerme placido a su lado. El tacto esparcido por todos los hilos de su pijama de seda. Siente la respiración de él, y trata de acompasar la suya para que sean uno. Quizás compartan los sueños como comparten la blanca almohada. Es la primera vez que duermen juntos y ni la quietud de la noche puede evitar que sus pensamientos caigan en los peores lugares. Ella no quería, pero las ideas se encadenan por su cuenta y la llevan siempre por el mismo camino. Él quiere. Definitivamente. Y ella no le va a poder decir que no. Él va a insistir y ella no lo va a poder resistir. Es la primera vez que duermen juntos, y desde el principio ella supo que iba a concluir en esto, los dos bajo las mismas sábanas. Toda la noche lo supo. El pensamiento asechaba insidioso, interrumpiendo sus palabras. Su estomago ahora se queja por haber rechazado la comida. Aprieta fuerte los músculos de su abdomen, tratando de que el ruido se desvanezca entre las sábanas. Como en respuesta al sonido, él mueve su brazo izquierdo y la rodea. La mano comienza a acariciar el sedoso pijama que cubre el hombro derecho. Es inminente, ella lo sabe. Trata de quedarse quieta, quieta, como si fuera de piedra, como si fuera un fantasma nacido de la ilusión de él, como si no fuera. Piensa en cerrar los ojos para no pensar, aunque su mirada no registre nada hace horas. Inconsciente del sordo murmullo que resuena dentro de ella, él acerca su cuerpo. El perfume de su piel atraviesa las capas de oscuridad, ella cree percibirlo. Sus manos cerradas sobre sus pulgares se apoyan sobre su entrepierna. Él acerca su nariz a la parte superior de la cabeza de ella, donde hay una pequeña mancha blanca y siente su azucarado aroma. Apoya los labios con delicadeza sobre su cabello y no siente (o ignora) el río tumultuoso que corre debajo. Él aclara su garganta, que resuena en la noche. "¿Estás despierta?". Ella no puede, no quiere escuchar, está muy lejos, muy profundo. Él baja su cabeza hasta los hombros de ella y apoya su cara en la suave seda, imaginando la piel que oculta. Mueve su mano nuevamente y la coloca con cautela sobre la cintura de ella. Nota un pequeño movimiento en la oscuridad. Sin tener claro el mensaje, aprieta la carne, inquisitivo. Insiste. "¿Tenés ganas?". Ella hunde sus ojos dentro de sus cavidades. Siente como si su piel, cada centímetro expuesto al aire, cada corpúsculo que le comunica el contacto con él, le recordara a cada segundo su existencia material. Y lo detesta. Se detesta. Quisiera morir en este preciso momento. Los ojos encerrados comienzan a gotear con lentitud. Pero, algo, ella percibe algo. Un sonido. Como si él dejase escapar un débil gemido. Una ahogada risa. Él vuelve a besar su cabello, aleja sus manos y se voltea en la cama ruidosamente. Ella está estática. Está a salvo. Una lágrima prófuga toca en silencio la almohada. Ella piensa.

viernes, 6 de enero de 2012

Struggle

Siempre gana. Él ya lo tenía bien claro. Desde pequeños, criados en el mismo pueblo, se dio cuenta que eran de una especie diferente. No por la sangre, sino por lo que yacía frente a cada uno. Su infancia fue altamente competitiva, en un mundo donde solo sobrevive quien lucha por su alimento. Ambos primogénitos por la muerte de sus hermanos mayores, tuvieron que sostener a sus familias, cuyos varones fueron segados por la guerra. Mientras el otro eligió continuar con el humilde almacén heredado, él decidió sembrar. La guerra y el hambre siempre fueron de la mano, él pensó. Logró vender sus primeras cosechas, pero a los pocos meses la guerra rozó el pueblo con sus oscuras alas, dejando los campos infértiles. La tierra quedó tan dura que no podían ni enterrar a sus muertos. Él y lo que quedó de su familia quedaron en la ruina, mientras que el almacén triunfó. Siempre ganaba, él ya lo sabía. Aquel negocio se convirtió en el sostén económico de todo el pueblo. Hasta él dependía de la bondad del otro. Incluso terminada la guerra, el control sobre el pueblo se mantuvo. Por eso cuando propuso el traslado de pueblo, poca gente se opuso. Él lo hizo. Él argumentó que esta era la tierra de sus padres, de los padres de sus padres y que no podían abandonar esa tradición. La miseria aun imperante redujo el fuego de su protesta, pero contraatacó invocando a los muertos de la guerra que seguían pudriéndose en cajones a la intemperie. La tierra impenetrable no los quería aceptar y era una falta de respeto, a sus almas y todo lo que hicieron por los vivos, que abandonaran una lucha, aunque no tuviera prospectos de salir victoriosos, era el destino que los muertos les habían encomendado. El otro ganó. El pueblo fue quemado hasta los cimientos, los muertos abandonados. Siempre ganaba.

El pueblo entero actuó como nómades durante varios años. Muchos no completaron el viaje. Él sobrevivió al resto de su familia, como si el destino tuviera preparado un papel para él. Viajaron siguiendo las inescrutables direcciones del otro, ahora virtual líder de la aldea caminante. Se erigió un culto a su persona. El salvador, lo llamaban, aunque la salvación no se veía por ninguna parte. Él solo sentía incrementar su odio cada vez que recordaba esa ciega fe. Decidió escapar de todo eso unos días antes de que llegara la revelación. Aquella larga travesía sin rumbo aparente, tenía una finalidad: separar a los fuertes de los débiles. Los fuertes abandonaron la fútil travesía. Los débiles murieron bajo el hambre y el agotamiento. Él, por ser el más débil de los fuertes, fue el último en escapar de aquella masa itinerante que solía ser su pueblo. La revelación cayó como hierro fundido sobre las espaldas de los sobrevivientes. El otro, abusando de su absoluto dominio, los vendió como esclavos. Hombres, mujeres, niños, todos por igual. Él no tardó mucho en enterarse de la revelación, alojado en la pobreza del reino esclavizador. Juró venganza contra el otro, fuente de todos sus males y de la desaparición de cualquier rastro de lo que había sido. Él pasó años preparando su solitaria revolución, repitiendo como mantra que si siempre ganaba, con él iba a perder. Él era su derrota. El destino lo había elegido a él, lo salvó de las insistentes garras de la muerte para encarnar la derrota del otro.

Años pasaron. El otro sumido en la gloria de su propio ducado. Él estaba listo para concretar su venganza. Hundiéndose en el barro más turbio, colocó explosivos en los puntos claves del castillo. Los detonó sin piedad, matando a cientos. Perpetrando el plan que él planeaba desde hace miles de noches, el otro huyó por el camino indicado. Con la temporaria ayuda de la magia fue eliminando las capas de acero y carne que lo separaban de su enemigo, hasta que logró cercar a su némesis contra un acantilado que apuntaba a un sol de sangre. Él gritó, lloró, repitió un discurso que nunca había oído, pero que llevaba escrito en la piel. Él lo instó para que se redimiera, que le pidiera su perdón a todos y cada uno de los dioses de la tierra y el cielo, que clamara llorando sobre la tierra de sus padres por la redención que él se alegrará de negar. Pero el otro no lo hizo. Solo se rió levemente, esquivando sus ojos. "No me importa". Él arremetió con todas sus fuerzas, pero el otro, con una excesiva calma, lo logró desarmar y arrojar su espada al mar. Descartando su propia arma, el otro dijo: "¿Qué pensás hacer?". Él lo empujó al vació, lejos de la tierra, para que encontrase su fin en las rocas saladas. Cuando su sangre se enfrió, él miró el cadáver. Mecido por las olas del mar, parecía disfrutar de su sueño eterno. Levantó la vista, contempló la herida que se extendía sobre el océano. Siempre gana. El otro siempre gana.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Rare

Otra tarea de teatro. Esta vez, escribir un monólogo usando ciertos datos que quizás otro día transcriba aquí.


Raro

No puedo entender por qué van tan rápido. No importa cuanto vayas a correr, el tiempo no va ir más rápido. Esas chicas, yo las veo todo el tiempo apuradas, corriendo de un lado para el otro. Siempre arregladas, espléndidas estatuas, sin tiempo para nadie, ni para ellas mismas. Esas boquitas imperturbables, la nariz como oliendo mierda, esos lentes donde esconden la mirada que solo ellas saben a dónde apunta. Tratando a todos de mala manera, porque su tiempo es demasiado precioso como para perderlo con personas. A veces me gustaría, no se, atarlas a un poste, obligarlas a estarse quietas durante diez minutos, dos horas, cuatro días. A ver si en una de esas llegan a entender que somos burros tirando de la carreta, que la zanahoria siempre va a estar a la misma distancia. Si llegamos a ella o no es algo que depende del destino, no de nuestro apuro. Correr, correr tanto es a fin de cuentas tan inútil como matarse. Un momento, quiero que nos entendamos. No quiero decir que no haya que moverse. Claro que no. Quedarse quieto es regalarse a los brazos de la muerte. Lo único que digo es que no hay que ir tan rápido, no hay ningún apuro, nadie está corriéndonos. ¿Determinación? Hay que tenerla, ¿Perseverancia? Hay que tenerla. Pero esto no implica que haya que correr. Es preferible construir ladrillo por ladrillo, asegurándonos que cada pieza esté en su lugar correcto antes de pasar a la siguiente.

Porque en ellas, la prisa no las lleva a la simplicidad. Si fuera así, yo no tendría ningún problema, ninguna queja. Pero toda esa velocidad a lo único que las conduce es a la redundancia, a la repetición, a complicarse al reverendo pedo. Porque una cosa es ser complejo, y otra muy diferente es ser complicado. Soy un acérrimo enemigo de lo complicado. Cuando les preguntas qué les gustaría comer, es como si te arrojaran una lluvia de palabras. Se les viene a la cabeza, en medio segundo, todos los antojos de la semana, la última propaganda que vieron, los recuerdos de deseos insatisfechos. Y entonces, después de evaluar en 3 segundos todas las opciones de su vida, terminan diciendo “No se. Elegí vos.”. Por eso hay que ser simple, conciso. Si me preguntaran qué me gustaría comer, respondería: Unos nachos con cheddar, maní y cerveza, seguidos de sorrentinos con salsa rosa, y de postre, una porción de lemon pie y una de chocotorta. Es lo que siempre elegiría, incluso en mi última cena. Simple. Concreto. No necesito hacer una tesis para decir qué es lo que me gusta. Pero ellas, si. Corriendo por ahí con su ovillo de vigas a cuestas. Cuando se topan con algo simple, es como si se estrellarán contra una pared, porque no hay vueltas. Las cosas son así, y punto. La única visión correcta es la mirada torcida que ellas tienen. Y eso es lo que me resulta más raro. Con tanto apuro, las cosas deberían ser simples, pero no lo son. Que yo tenga esta paciencia les resulta raro, o quizás, piensen que lo raro es que yo vea raro su forma de actuar. Pero las entiendo. Puedo entender por qué no pueden esperar. Lo raro es que no vean lo simple que son las cosas. Lo raro es que todavía no entiendan que para hacer las cosas bien hay que saber esperar. Y yo sé esperar. No me importa que todos corran a mi alrededor, yo la voy a seguir esperando. Porque sé que ella va a volver. Tiene que volver. Es su destino, y yo hice tanto por ella, la estuve esperando tanto, que su destino es volver conmigo. Por eso voy a seguir esperando. Ella va a volver. Tarde o temprano. Ella va a volver. ¿Verdad?

lunes, 5 de septiembre de 2011

Last Night's Dream (II)

Huíamos. Estas situaciones siempre abren la puerta al escape, una puerta llena de carteles luminosos y alfombras de suave pisada, a las cuales difícilmente nos resistimos. Huíamos como no se hace en la realidad. No sabía si lo ficticio era la huida, de quién huíamos o la ciudad torcida que nos rodeaba. Pero tomé tu mano, acelerando mi paso, dejando que tus alocados rulos me guiaran hacia el mañana. Algo del tacto de tu piel, de tu olor a ropa recién lavada me refugiaba, como la casa donde viví por mas de 20 años subida a dos cortos zancos y corriendo entre los autos, envuelta en una bufanda azulada con aroma a aceite, vainilla y asfalto húmedo. Corriendo toda la noche, decidimos refugiarnos en un banco. No un banco de plaza, no un banco de arena. En el templo del sistema decidimos guarecernos, anclar y tomar impulso para seguir huyendo. No había caras que nos juzgaran, solo nosotros y el frío mármol que mantenía en su interior el recuerdo de los esclavos. Miré tus ojos que se abrían hacia la nada de nuestro futuro. No había nada que preguntar. Allá afuera, una ligera noche se apoderaba de la ciudad, las sombras despertando a los pequeños placeres anaranjados. Gente cenando sus ricas cenas, gente saliendo a olvidarse de si misma, gente conociéndose para ayudar y ayudarse. Quizás, siendo felices en el proceso. Había alguien más con nosotros. Una arruinada madre con uno o dos niños pequeños, silenciosos. Escondida como nosotros en el silencio del templo, su cara solo era capaz de reflejar su miseria. Tus ojos titilaron. Te acercaste a ella con dulzura y le entregaste un pan, el último combustible de nuestro escape. Ustedes lo necesitan más que nosotros, le dijiste a la madre mientras despertabas con tu mano las mejillas de los niños. Lloré, lloré enterrado en mí mismo. No se cómo hacer para que sientas lo mismo que yo. Cómo hacer para que entiendas lo que siento cuando me mirás. Me enterré en tu piel y quise seguir descendiendo, descendiendo hasta lo más profundo de tu ser. Llegar allí y desprenderme de todo, morir y reencarnar en tu alma. Así quizás, solo quizás, lo habría hecho bien.

sábado, 13 de agosto de 2011

Pidgeon Tail

Longest story so far (not counting fanfics, of course).


Pidgeon Tale

Desde pequeño es que tengo un odio profundo hacia las palomas. Estúpidas ratas emplumadas, traedoras de mugre y enfermedades, abundan en los rincones más detestables de las ciudades. Agazapadas en sus inmundos nidos escondidos en edificios gubernamentales o en altas oficinas donde los más turbios negocios se realizan. Aparecen en todas partes, a toda hora. Bajan a menudo a la tierra, el polvo, para alimentarse de las migajas que inconscientes niños o descuidados ancianos les arrojan tan a menudo, como para que ellos se sientan poderosos al ver como esa ingente chusma acude a sus deseos, como si con esos pobres alimentos algo de su impotencia desapareciera. Pero solo reproducen la peste de las ciudades, las nefastas palomas.

Alguno puede pensar que este odio incondicional es injustificado, caprichoso. Que vuelco mi furia hacia animales insensatos por no atreverme a apuntarla contra los verdaderos hacedores de mi desdicha. Dudo que eso sea cierto. Pero ya desde mi primera experiencia con ellas las odie con la misma intensidad de hoy en día. Cuando era pequeño, vivía en las afueras de la ciudad. Mi familia tenia una espaciosa casa con dos pisos, patio e incluso una buhardilla. Era lo suficientemente alto para que entrara un niño de 10 años de pie, así que era uno de mis lugares favoritos. Tenía una ventana que daba hacia el oeste, mostrando el agradable horizonte de casas bajas que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Pasé incontables horas en aquel cuarto, mirando hacia afuera, leyendo libros o sólo jugando con mi canario mascota. Digo jugando, aunque realmente no era así. A veces golpeaba suavemente su jaula, o le movía la comida y el agua de lugar. Hasta ahí llegaba mi interacción con él. Sin embargo, lo amaba. Era de un color amarillo apagado, probablemente porque ya fuera viejo cuando lo tuve, y tenía los pequeños ojitos negros y atentos, mirando todo. Moviéndose de un lado a otro en su pequeña jaula, siempre hiperactivo. Jamás trató de escapar, ni aunque olvidara la puerta de su cárcel brevemente luego de cambiarle el agua o reponer sus semillas. Aunque de todas maneras no hubiera llegado muy lejos, ya que la ventana que tenía al lado de su jaula estaba siempre cerrada.

Un día, al volver del colegio, me pareció escuchar un ruido que venía desde la buhardilla. Tenía hambre, así que lo ignoré mientras merendaba, pensando que solo era mi canario revoloteando alegremente en su jaula. Recuerdo que extendí esa comida sin razón alguna, como si inconscientemente supiera qué era lo que se avecinaba. Subí escalón por escalón hasta el piso superior, donde estaba la buhardilla y apenas mi cabeza entró en el cuarto lo vi. Proyectando una enorme sombra emplumada sobre el suelo de madera, el interior de la jaula se había convertido en una horripilante masa viviente. Temblando y agitándose, el cúmulo indiscernible movía la jaula de un lado a otro, en pequeños pasitos. El viento golpeando mi cara en el medio de mi refugio me hizo despegarme de esa visión irreal. El viento que soplaba desde la ventana, por primera vez en mucho tiempo, plenamente abierta. Di un paso en ese cuarto ahora ya tan extraño, aturdido por lo incomprensible de aquella masa, y al pisar, el suelo crujió en respuesta. Ese crujido hizo que el tiempo mismo se detuviese, al parar el movimiento de la mancha negra que había tomado el lugar de mi canario. Desde aquella oscuridad, notaba ojos que se fijaban en mí. Pero no los curiosos ojos de mi mascota, no. Estos ojos eran desalmados, vacíos de cualquier sentimiento, imperturbables. Y eran más de dos. Con la fuerza que me daba el terror y la confusión, corrí hacia la jaula y la pateé, haciéndola atravesar la ventana. Viéndola volar en el aire, note los asquerosos componentes de aquella masa. Palomas. Decenas de ellas. Vi perfectamente como, mientras la jaula descendía con velocidad hacia nuestro jardín, las palomas se iban desprendiendo de la gran masa, montones de palomas como hojas arrancadas a un libro. Vi como la mancha se reducía hasta desaparecer cuando la jaula alcanzó el suelo, golpeándolo con un gran crepitar de metal. Bajé corriendo las escaleras y llegué al patio antes que cualquiera. No se si sentirme afortunado por esto. Se que mis padres no me habrían dejado ver lo que vi si ellos hubiesen llegado antes. Seguramente me hubieran dicho que el canario se escapó, sin reprocharme que haya tirado la jaula por la ventana. Hubieran tratado de olvidar el asunto, regalándome otra mascota o enterrando completamente el tema. Pero yo llegué antes y vi lo que esas malditas palomas habían dejado en la jaula, que ahora parecía aplastada por un camión o una criatura enorme. En su interior, entre la mierda y las plumas que oscurecían el color de los finos barrotes, las tacitas rojas donde le dejaba el alimento y el agua se encontraban destrozadas. Aun muchos años después seguimos encontrando piezas de esas tazas desperdigadas en el patio. Pero eso no era el único 'regalo' que me habían dejado las palomas. Los primeros segundos de contemplar ese repulsivo desorden no lo noté, pero había algo más entre las plumas y los desechos. Algo que ya nunca me miraría con sus curiosos ojos. Semi-devorado, los restos sanguinolentos de mi canario reposaban en un espantoso ataúd de metal y mierda. Las palomas se habían comido a mi canario.

Muchos años pasaron desde aquel evento. Mis padres fallecieron, me mude a la ciudad para estudiar y trabajar, conocí a alguien. Nunca revelé este secreto a nadie. Solo mis miradas enfurecidas contra las palomas contaban de su existencia. Algunos de mis amigos notaron esas miradas y me cargaban. Comentaban los cambios del nido de palomas que se veía desde la ventada de la oficina como si fuera la novela del momento. Me llevaban a alimentar a las palomas a la plaza, como si fuese un niño o un anciano. Tanta atención le prestaban a animales tan poco llamativos que llegaron a notar, como lo vengo haciendo silenciosamente desde hace unos pocos años, que las palomas de hoy en día ya no le tienen miedo a las personas. Antes, cualquiera que se acercara a unos pocos metros de un cúmulo de estas ratas aladas provocaba una inmediata reacción en cadena, que hacía que las palomas elevaran inmediato el vuelo como repentinas nubes de plumas grises. Pero ahora hasta solas, en un virtual uno contra uno frente a cualquier ser humano, se quedan paradas, manteniendo su posición provocativamente aunque nuestros pies se hallen a meros centímetros de su cuerpo. Las personas deberían agredir más a estos pretenciosos pajarracos. Tal vez con unas cuantas patadas aprendan a respetar su lugar dentro del ecosistema citadino. Yo, con toda mi historia, no puedo hacerlo. Cada vez que me acerco a una de ellas y en mi mente brilla la idea de descargar mi ira con un rápido movimiento, la imagen de mi canario medio devorado vuelve para acecharme. Mi estómago se revuelve y la paloma consigue su insignificante victoria frente a mi pie. Viví estos duelos infinitamente, ya que la oficina donde trabajo queda a pocos pasos de una gran plaza donde miles de estos animales viven y mueren. Obligado a recorrer ese absurdo campo de batalla la mayor parte de los días, me alegraba cada vez que, más por empeño de mi mirada que de la cercanía de mi pie, una paloma se alejaba aleteando torpemente de un enfrentamiento ridículo.

Un día, como tantos otros, cruzaba aquella zona de guerra invisible cuando pase al lado de un linyera. Lo noté horas después, recordando la escena con detenimiento. Mi prisa y la abundancia de linyeras por la zona provocaban que, si bien percaté su existencia física, mi pensamiento no se detuviera ni un segundo en él. Atravesaba sin mirar la plaza inundada de plumas cuando este linyera me dijo claramente "Vos odias a las palomas". Me detuve al instante. Tardé unos largos segundos en darme vuelta para contemplarlo, y una vez que mis ojos se fijaron en él lo contemplé en el ruidoso silencio de la calle. En su aspecto nada se destacaba de otros linyeras: ojos nublados y desviados, piel oscurecida por la mugre acumulada, barba tupida, gris y desordenada, harapos desgastados a tal punto que parecen ser del mismo color que la piel, bolsas de plástico de algún supermercado derrochador tapando los agujeros de la vestimenta, horribles pies descalzos arrastrándose con culpa por el suelo. Su mirada parecía evitar la mía, no supe si por la borrachera que su ropa revelaba o por propia decisión. Debo haberme concentrado tanto en su apariencia porque no pude creer, o siquiera entender lo que me dijo. Él repitió, "Vos odias de corazón a las palomas. Lo se muy bien.", mientras daba unos pasos adelantándose. Acercó su cara a una distancia íntima. "Lo se porque ellas también te odian.". En ese momento la frase me pasó por encima. Solo pude comprender lo que dijo más adelante, cuando comencé a recordar todo lo que habló, recapitulando y uniendo la verdad de sus ojos con los sonidos de su garganta. "¿Nunca escuchaste de la excusa de los vegetarianos? Cuando uno come carne, cuando come un animal, come su alma, come su espíritu, come sus sentimientos. Ustedes se la pasan comiendo carne. Por eso son sumisos y estáticos como las vacas, se revuelcan en su mierda como los cerdos, tiemblan y atacan en la oscuridad como los pollos. Yo, en cambio, (él se dio vuelta alejándose. Sin embargo, pude notar que su boca se quebraba en una media sonrisa desencantada) estoy en todas partes. Soy los ojos que todo lo ven."

martes, 2 de agosto de 2011

Future

En mi ciudad, escondido entre uno de los matorrales del pequeño parque interior de cierta edificación, se esconde La Planta para Ver el Futuro. Se dice que preparando y bebiendo una infusión hecha con esta planta permite tener una visión clara y precisa sobre el futuro. Se dice que solo aparece una cada tantas décadas, y que no existe más de una a la vez. Su nombre científico es Cephalotus Cassiopeia, aunque esto no interesa ya que su genoma no corresponde esa especie. Parece una pequeña inflorescencia, frágil y clara, surgiendo del pasto circundante, creciendo a la sombra de un arbusto mayor que la cubre de miradas curiosas. No produce esporas y sus raíces se extienden unos pocos centímetros por debajo de la tierra. Durante años se ha mantenido inerte, sin cambiar su tamaño ni marchitarse, pero tampoco dando señas de reproducirse. Esto último molesta a quienes, sabiendo de su existencia, buscan aprovechar sus virtudes.

Pero este no es el único mecanismo de defensa de La Planta para Ver el Futuro. En otras dos edificaciones similares, con sendos parques interiores, hay entre los arbustos pequeñas plantas parecidas, pero sutilmente diferentes. De aspecto idéntico a la Casiopea, estas copias no poseen su cualidad única de permitir ver el futuro. A cambio, ofrecen un poderoso veneno capaz de matar a quién, confundido por su parecido con la Casiopea, se atreva a consumirla. Algunos piensan que clonando la Planta pueden atravesarse las dificultades que conlleva su recolección. Lamentablemente, todos los intentos de copiar o de alguna manera duplicar la Casiopea solo consiguen crear sombras venenosas e infértiles, como si su místico poder se debiera a una mágica conjunción de energías en el lugar preciso. Aún así, estos sistemas solo consiguen disuadir a quienes, individualmente, desean obtener las virtudes de la Casiopea. Hay personas con mucho más poder, con varias vidas a su disposición. Pero contra ellas la Planta también está preparada. Las visiones, para alguien no entrenado, pueden confundirse con los recuerdos. La historia es cíclica, lo que sucedió volverá a pasar, una y mil veces. Las personas nacen y mueren, los imperios se alzan y desaparecen, el sol siempre vuelve a salir al día siguiente. Una visión arrojada a una mente inexperta sería el equivalente a quemar la planta en una hoguera.

Incluso habiendo encontrado la verdadera Planta y entregando a una mente entrenada la infusión de la Casiopea, no se puede asegurar de que la visión se realice con éxito, o más bien, que muestre lo que uno desea que muestre. Las visiones, y particularmente las producidas por la Casiopea, son de naturaleza caótica. Hay la misma chance de que muestre a su eventual espectador un evento futuro intrascendente, los números de la lotería de la semana próxima, todos los detalles de un invento que revolucionará al mundo, el día de la muerte del visionario o incluso, pícaramente, el lugar de nacimiento de la siguiente Planta para Ver el Futuro.

sábado, 21 de mayo de 2011

Saw and Pendulum

Red

Yo siempre te amé. Te amé muchísimo.

¿Te acordás cuando nos conocimos? los dos apostábamos a un amor que el tiempo mostraría como no correspondido. Quise ayudarte, viendo nuestra simpatía mutua. Entonces fue cuando verdaderamente vi tus ojos.

No pude entender mis sentimientos en un primer momento. Tuve que dejar pasar varias olas de celos al verte fallar y seguir intentando para entender que eras vos a quien amaba. Con tu torpeza en las relaciones, yo fui la que tuvo que dar el primer paso para que te percataras de que la felicidad estaba junto a mí.

Fuimos tan felices. No podía alejarme de tu lado. Ni en el colegio, ni al salir de el podía soltar tus frías manos. A veces parecías irritado, distraído por tontos pensamientos. Siempre pensé que sentías lo mismo que yo, que odiabas que hubiese que parpadear y forzar a mis ojos a no verte durante interminables instantes. Que mis pulmones se vieran obligados a expirar, perdiéndome preciosos segundos de sentir tu aroma. Que el aire tardase seis milésimas de segundo en traer a mis odios el sonido de tus pasos juntándose con los míos. En ese momento debí preocuparme mas por consolarte, que a pesar de esas pequeñas e inacabables esperas yo te seguía amando. Pero alguien se aprovecho de esa distracción.

Ella ya te había rechazado. No una, varias veces. Y vos ya habías encontrado la verdadera felicidad junto a mí, así que ella ya había perdido su oportunidad. Pero eso era un pensamiento demasiado complejo para que entrara en su cabeza. A pesar de que sabía que vos eras mi novio ella te miraba, te seguía. Trataba de hablarte, y vos le contestabas fingiendo alegría, seguro para mostrarle lo feliz que eras conmigo. Incluso vi lo que hizo mientras ella pensaba que no los estaba viendo. Lo vi con mis propios ojos. Puso su mano en tu brazo. Osó tocar tu inmaculada piel con las mismas manos con las que rompió tu corazón. Se atrevió a insinuarse ante vos, sin ninguna justificación, sabiendo que vos eras mío. No se lo podía dejar pasar.

La encare en el baño, en un recreo largo. Ella acababa de usar el inodoro, dejando parte de su mierda en el. Estaba maquillándose frente al espejo, mientras yo la espiaba escondida. Antes de que ella pudiese reaccionar, la agarre de su largo pelo negro y choque su cabeza contra la pared. Gritó un poco, pero yo ya venia preparada. Encajé una gran bola de medias viejas, que encontré en la basura, dentro de su pequeña boca. Le golpee la cabeza un par de veces mas para aturdirla mientras sacaba una cinta de embalar y la pegaba sobre su boca. Le di un rodillazo en el estomago, se quebró y cayó. Mientras estaba en el suelo patee y pise sus estúpidamente grandes senos. Levanté su cabeza levemente, solo para que mirara el inmundo inodoro que acababa de usar, y mientras le susurraba al odio lo puta que era la ahogué contra el sanitario.

No, no tenés de que preocuparte. Te dije que era un recreo largo y logre escaparme sin dejar ninguna pista. Estaba bien preparada. Pero el ver como esa puta te mareaba me hizo darme cuenta de un problema. No, yo se que me amas con todo tu corazón, así como yo lo hago. No necesito escuchar tus palabras para saberlo. Lo siento. Siento tu corazón latir por mi, como si lo tuviera frente a mi ahora mismo. Pero tu alma reside en un cuerpo. Un cuerpo de varón. Y el cuerpo de un varón tiene ciertas necesidades que, entiendo, no puedes evitar. Igual, no te preocupes. Llegué a una solución. Solo hace falta deshacernos de tu cuerpo.

Con un seco golpe tu agonía terminó. Ya no tendrás que evitar preocuparme, ni tendrás que estar despierto largas horas para cuidar que me duerma. Ahora te podré ver dormir por siempre. Porque el rojo resplandor del acero me mostró tu corazón, que aun tras la muerte seguía latiendo débilmente por mi. Besé tu corazón, llenando mis labios de tu dulce, deliciosa sangre. Ahora ya no te vas a escapar. Jamás.

sábado, 14 de mayo de 2011

Speed (of reaction)

Mirada

El subte es mi lugar favorito de la ciudad. Anchas arterias bombeando sangrantes ciudadanos del centro a las afueras, de las afueras al centro. Siento a esas sólidas recámaras y pasillos como útero maternal, con su húmedo, espeso aire llenando los pulmones. Nada se compara a viajar en el subte. De pie entre nerviosos desconocidos, con la conciencia de saberse bajo los pies de una ciudad en actividad, el oído anulado en la fricción de los vagones con el resto del mundo, sin ningún cambiante paisaje por el cual dejar escapar la mirada. El subte condensa el placer de viajar a su mínima expresión: el sentirse en movimiento. Nada más perfecto que el verse arrastrado involuntariamente.

Esperaba un tren con mis pies apoyados sobre la línea amarilla que divide el mundo de los hombres y el de los trenes. Balanceaba mi peso entre mis pies, indeciso, dejándome llenar por la locura que me rodeaba. Aunque la llevara dentro, en ese precioso momento todo eso estaba allá, arriba. Apuré el ritmo de mi balanceo, acelerando la decisión. Dónde terminaría mi siguiente viaje. Oigo unos pasos acercándose, al tiempo que la maravillosa música de un motor trotador se abría paso por el túnel. Giro mi cabeza para ver al nuevo espectador, y mis ojos encuentran a una mujer parada a unos metros de distancia. Vestida de forma simple y apagada, se sacaba presurosa la bufanda con las mismas manos que agarraban un celular nerviosamente. Los faroles del incipiente tren se adivinaba en las paredes cuando mi mirada se cruzó con la de ella. El impacto del tren que se acercaba hubiera sido imperceptible. Una luz me hablaba desde el fondo de aquellos ojos, cantando con una amable voz, como diciéndome, con sus uñas mal pintadas, con sus hombros desparejos, con las marcas en su rostro, con el arrollo que susurraba en el fondo de sus ojos, que ella era como yo. Que ella podría entender por qué tomo las decisiones, por qué me refugio bajo tierra, por qué escapo de una vida civilizada allá arriba, por qué me escondo de sus miradas como un feto temeroso de la aguja, por qué elijo dejarme llevar entre la oscuridad, viajando sin viajar, girando eternamente bajo las sombras, en las entrañas de la tierra. Quise saltar, saltar hacia aquellos ojos, que silenciosamente buscaban, como los míos, una mirada en la cual reflejarse, en la cual verse como un igual. Dejar de mirar hacia arriba, y solo mirar al frente, donde todo lo posible se abría como manantial.
Pero el tren llegó, y todo eso terminó.

sábado, 16 de abril de 2011

Ghost/s

Yo puedo ver fantasmas. Siempre tuve esta habilidad, pero solo hace poco logré entender su verdadera naturaleza.
Los fantasmas no son como en las leyendas, los mitos, los libros y películas. No están en nuestro mismo plano, pero pueden afectarlo. Son manifestaciones de personas que ya han muerto, pero no están en pena. No sufren. Sus caras, cuando las tienen, solo expresan un sordo esfuerzo.
Los fantasmas no son seres individuales, ni tampoco únicos. Son una especie de gas etéreo que recubre y rodea a todas las personas, como siendo exudado por todos los poros del cuerpo. Mi vista los percibe con notorio detalle, como si fuesen sombras dibujadas sobre mis lentes. Todas las personas que he visto, ya sea directamente, o a través de fotos o video, poseen esta gris nube carcelera. Esta nube está formada por los fantasmas de los antecesores de cada persona. Sus padres, sus abuelos, los padres de sus abuelos, y así. Seguramente, al fallecer, la nube que rodea a una persona persiste en su fantasma, rodeando cada resto de alma con su propia nube, complejizando más el conjunto. A medida que este sistema se extiende por varias generaciones, los fantasmas más ancianos se van desdibujando, perdiendo sus rasgos humanos mientras se funden en la bruma.
Los fantasmas no son inertes. Siempre están activos. Cada vez que una persona toma una decisión, por más mínima que sea, los fantasmas están presentes. Cada vez que un pie se mueve, los fantasmas están ahí, empujándolo hasta que se detiene. Cada vez que la cabeza gira, los fantasmas tiran, cada uno para su lado, para permitirle el movimiento. Cada vez que una palabra es pronunciada, los fantasmas aprietan el cuello y los pulmones, dejando escapar solo a los sonidos permitidos. A veces, sus manos se entierran en la cabeza de las personas, librando sus batallas en los mismos pensamientos. Es maravilloso ver como se agita la nube alrededor de las personas, cuando estas deben tomar una difícil decisión. Los esfuerzos escalonados desde los antíguos hasta los recientes. Incluso a veces, los fantasmas más ancianos, más parecidos a estructuras conceptuales que a antiguas personas, dejan que sus inconcebibles manos influyan en el enfrentamiento.
Los fantasmas rodean a todas las personas, todo el tiempo. Cuando un bebé nace, un pequeño lazo como tentáculo se estira desde su madre y su padre para rodear al nuevo humano, dotándolo de su pequeña nube personal. Mientras crece, esa nube va creciendo en cantidad y fortaleza. Cada vez menos acciones parten del niño, sin influencia de los fantasmas. Al conocer el mundo, la nube se desarrolla, e incluso puede adoptar fantasmas ajenos, contagiados por las personas que lo rodean. En gente que es muy cercana entre sí, se pueden ver hilos fantasmagóricos nutriéndose de su conexión. Jamás vi a una persona morir, así que no se como un fantasma nace. Sin embargo, incluso los recientemente fallecidos ya decoran con su cara la nube de quienes lo heredan.
Lo he comprobado muchas veces. Ya sea en fotos, videos, mirándome al espejo o simplemente observando mis manos. Yo no tengo una nube. Los fantasmas no me rodean. Puede ser que mi extraño don no me permita ver mis propios fantasmas, pero raramente me lo cuestiono. La mayor parte del tiempo, logró olvidar este detalle, pero a veces noto, con un ahogado terror, que no se si esto es bueno o malo.

lunes, 4 de abril de 2011

Chimney

Realmente, cualquier cosa da pie para escribir un cuento. No hace falta tener creatividad, mucha imaginación o excepcional sensibilidad. Escribir un cuento, el mero acto mecánico de la creación a través de palabras, tan solo requiere de una idea, una semilla. En cuanto esa idea-semilla llega, sola se posiciona en algún lugar de la mente, donde crece y crece hasta que ya no le quede lugar. Entonces esa idea-planta nos obliga a escribir, para expandirse a otras mentes y seguir creciendo.

Por eso, para escribir lo único que hace falta es estar atento. Todo el tiempo. Por ejemplo, al caminar. Casi todos los días me veo obligado a caminar por unas cinco o seis cuadras que cruzan por una ex zona fabril, dado que todos los medios de transporte que uso quedan atravesando esas cuadras. Caminando por allí, particularmente temprano a la mañana o cerca del anochecer, pueden verse, asomando apenas entre el horizonte de edificios residenciales, las extrañas chimeneas de lo que alguna vez fueron fábricas y depósitos. Hace años que esas fábricas dejaron de funcionar y el toda el área quedó disponible para el rapiñaje inmobiliario. Los edificios fueron apareciendo, la gente empezó a llenarlos y el activo barrio fabril se transformó en un tranquilo suburbio urbano. Sin embargo, en los recovecos entre edificaciones, sobre algún terreno sin comprar, sobre una pared no demolida quedaron las chimeneas, dejando registro de lo que fue, y seguramente jamás volverá a ser. Oxidadas, algunas torcidas en formas extravagantes, son como inflorescencias metálicas que surgen entre los pliegues de la ciudad. Algunas parecen racimos hongos, surgiendo en pelotón desde el espacio que separa dos edificios. Otros, más imponentes, son troncos de árboles deshojados que con su fálica fuerza ganan la atención desde el cuadrado paisaje. Algunos aparecen en secuencia, como en una exhibición de su crecimiento al aire libre. A veces son como copas abiertas hacia el cielo, tragando aire y lluvia para alimentar algo escondido en las entrañas del concreto.
Hay una en particular, que siempre miro cuando cruzo por ahí. Es una ancha chimenea curvada, se asemeja a esos tubos que hay en las cubiertas de los barcos. Su boca apunta hacia el sol que nace, por lo tanto nunca pude ver su interior. A tanta distancia, la primera vez que la vi, pensé que era una persona, tapada con una manta, mirando el amanecer. Pero no, es solo un tubo de acero oxidado. A veces, imagino ver una mano salir de su silueta, que comienza a correr lentamente la capa amarronada que la cubre, hasta revelarme su rostro, mirándome fijamente. Otras veces, realmente lo hace.