viernes, 6 de enero de 2012

Struggle

Siempre gana. Él ya lo tenía bien claro. Desde pequeños, criados en el mismo pueblo, se dio cuenta que eran de una especie diferente. No por la sangre, sino por lo que yacía frente a cada uno. Su infancia fue altamente competitiva, en un mundo donde solo sobrevive quien lucha por su alimento. Ambos primogénitos por la muerte de sus hermanos mayores, tuvieron que sostener a sus familias, cuyos varones fueron segados por la guerra. Mientras el otro eligió continuar con el humilde almacén heredado, él decidió sembrar. La guerra y el hambre siempre fueron de la mano, él pensó. Logró vender sus primeras cosechas, pero a los pocos meses la guerra rozó el pueblo con sus oscuras alas, dejando los campos infértiles. La tierra quedó tan dura que no podían ni enterrar a sus muertos. Él y lo que quedó de su familia quedaron en la ruina, mientras que el almacén triunfó. Siempre ganaba, él ya lo sabía. Aquel negocio se convirtió en el sostén económico de todo el pueblo. Hasta él dependía de la bondad del otro. Incluso terminada la guerra, el control sobre el pueblo se mantuvo. Por eso cuando propuso el traslado de pueblo, poca gente se opuso. Él lo hizo. Él argumentó que esta era la tierra de sus padres, de los padres de sus padres y que no podían abandonar esa tradición. La miseria aun imperante redujo el fuego de su protesta, pero contraatacó invocando a los muertos de la guerra que seguían pudriéndose en cajones a la intemperie. La tierra impenetrable no los quería aceptar y era una falta de respeto, a sus almas y todo lo que hicieron por los vivos, que abandonaran una lucha, aunque no tuviera prospectos de salir victoriosos, era el destino que los muertos les habían encomendado. El otro ganó. El pueblo fue quemado hasta los cimientos, los muertos abandonados. Siempre ganaba.

El pueblo entero actuó como nómades durante varios años. Muchos no completaron el viaje. Él sobrevivió al resto de su familia, como si el destino tuviera preparado un papel para él. Viajaron siguiendo las inescrutables direcciones del otro, ahora virtual líder de la aldea caminante. Se erigió un culto a su persona. El salvador, lo llamaban, aunque la salvación no se veía por ninguna parte. Él solo sentía incrementar su odio cada vez que recordaba esa ciega fe. Decidió escapar de todo eso unos días antes de que llegara la revelación. Aquella larga travesía sin rumbo aparente, tenía una finalidad: separar a los fuertes de los débiles. Los fuertes abandonaron la fútil travesía. Los débiles murieron bajo el hambre y el agotamiento. Él, por ser el más débil de los fuertes, fue el último en escapar de aquella masa itinerante que solía ser su pueblo. La revelación cayó como hierro fundido sobre las espaldas de los sobrevivientes. El otro, abusando de su absoluto dominio, los vendió como esclavos. Hombres, mujeres, niños, todos por igual. Él no tardó mucho en enterarse de la revelación, alojado en la pobreza del reino esclavizador. Juró venganza contra el otro, fuente de todos sus males y de la desaparición de cualquier rastro de lo que había sido. Él pasó años preparando su solitaria revolución, repitiendo como mantra que si siempre ganaba, con él iba a perder. Él era su derrota. El destino lo había elegido a él, lo salvó de las insistentes garras de la muerte para encarnar la derrota del otro.

Años pasaron. El otro sumido en la gloria de su propio ducado. Él estaba listo para concretar su venganza. Hundiéndose en el barro más turbio, colocó explosivos en los puntos claves del castillo. Los detonó sin piedad, matando a cientos. Perpetrando el plan que él planeaba desde hace miles de noches, el otro huyó por el camino indicado. Con la temporaria ayuda de la magia fue eliminando las capas de acero y carne que lo separaban de su enemigo, hasta que logró cercar a su némesis contra un acantilado que apuntaba a un sol de sangre. Él gritó, lloró, repitió un discurso que nunca había oído, pero que llevaba escrito en la piel. Él lo instó para que se redimiera, que le pidiera su perdón a todos y cada uno de los dioses de la tierra y el cielo, que clamara llorando sobre la tierra de sus padres por la redención que él se alegrará de negar. Pero el otro no lo hizo. Solo se rió levemente, esquivando sus ojos. "No me importa". Él arremetió con todas sus fuerzas, pero el otro, con una excesiva calma, lo logró desarmar y arrojar su espada al mar. Descartando su propia arma, el otro dijo: "¿Qué pensás hacer?". Él lo empujó al vació, lejos de la tierra, para que encontrase su fin en las rocas saladas. Cuando su sangre se enfrió, él miró el cadáver. Mecido por las olas del mar, parecía disfrutar de su sueño eterno. Levantó la vista, contempló la herida que se extendía sobre el océano. Siempre gana. El otro siempre gana.

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