sábado, 13 de agosto de 2011

Pidgeon Tail

Longest story so far (not counting fanfics, of course).


Pidgeon Tale

Desde pequeño es que tengo un odio profundo hacia las palomas. Estúpidas ratas emplumadas, traedoras de mugre y enfermedades, abundan en los rincones más detestables de las ciudades. Agazapadas en sus inmundos nidos escondidos en edificios gubernamentales o en altas oficinas donde los más turbios negocios se realizan. Aparecen en todas partes, a toda hora. Bajan a menudo a la tierra, el polvo, para alimentarse de las migajas que inconscientes niños o descuidados ancianos les arrojan tan a menudo, como para que ellos se sientan poderosos al ver como esa ingente chusma acude a sus deseos, como si con esos pobres alimentos algo de su impotencia desapareciera. Pero solo reproducen la peste de las ciudades, las nefastas palomas.

Alguno puede pensar que este odio incondicional es injustificado, caprichoso. Que vuelco mi furia hacia animales insensatos por no atreverme a apuntarla contra los verdaderos hacedores de mi desdicha. Dudo que eso sea cierto. Pero ya desde mi primera experiencia con ellas las odie con la misma intensidad de hoy en día. Cuando era pequeño, vivía en las afueras de la ciudad. Mi familia tenia una espaciosa casa con dos pisos, patio e incluso una buhardilla. Era lo suficientemente alto para que entrara un niño de 10 años de pie, así que era uno de mis lugares favoritos. Tenía una ventana que daba hacia el oeste, mostrando el agradable horizonte de casas bajas que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Pasé incontables horas en aquel cuarto, mirando hacia afuera, leyendo libros o sólo jugando con mi canario mascota. Digo jugando, aunque realmente no era así. A veces golpeaba suavemente su jaula, o le movía la comida y el agua de lugar. Hasta ahí llegaba mi interacción con él. Sin embargo, lo amaba. Era de un color amarillo apagado, probablemente porque ya fuera viejo cuando lo tuve, y tenía los pequeños ojitos negros y atentos, mirando todo. Moviéndose de un lado a otro en su pequeña jaula, siempre hiperactivo. Jamás trató de escapar, ni aunque olvidara la puerta de su cárcel brevemente luego de cambiarle el agua o reponer sus semillas. Aunque de todas maneras no hubiera llegado muy lejos, ya que la ventana que tenía al lado de su jaula estaba siempre cerrada.

Un día, al volver del colegio, me pareció escuchar un ruido que venía desde la buhardilla. Tenía hambre, así que lo ignoré mientras merendaba, pensando que solo era mi canario revoloteando alegremente en su jaula. Recuerdo que extendí esa comida sin razón alguna, como si inconscientemente supiera qué era lo que se avecinaba. Subí escalón por escalón hasta el piso superior, donde estaba la buhardilla y apenas mi cabeza entró en el cuarto lo vi. Proyectando una enorme sombra emplumada sobre el suelo de madera, el interior de la jaula se había convertido en una horripilante masa viviente. Temblando y agitándose, el cúmulo indiscernible movía la jaula de un lado a otro, en pequeños pasitos. El viento golpeando mi cara en el medio de mi refugio me hizo despegarme de esa visión irreal. El viento que soplaba desde la ventana, por primera vez en mucho tiempo, plenamente abierta. Di un paso en ese cuarto ahora ya tan extraño, aturdido por lo incomprensible de aquella masa, y al pisar, el suelo crujió en respuesta. Ese crujido hizo que el tiempo mismo se detuviese, al parar el movimiento de la mancha negra que había tomado el lugar de mi canario. Desde aquella oscuridad, notaba ojos que se fijaban en mí. Pero no los curiosos ojos de mi mascota, no. Estos ojos eran desalmados, vacíos de cualquier sentimiento, imperturbables. Y eran más de dos. Con la fuerza que me daba el terror y la confusión, corrí hacia la jaula y la pateé, haciéndola atravesar la ventana. Viéndola volar en el aire, note los asquerosos componentes de aquella masa. Palomas. Decenas de ellas. Vi perfectamente como, mientras la jaula descendía con velocidad hacia nuestro jardín, las palomas se iban desprendiendo de la gran masa, montones de palomas como hojas arrancadas a un libro. Vi como la mancha se reducía hasta desaparecer cuando la jaula alcanzó el suelo, golpeándolo con un gran crepitar de metal. Bajé corriendo las escaleras y llegué al patio antes que cualquiera. No se si sentirme afortunado por esto. Se que mis padres no me habrían dejado ver lo que vi si ellos hubiesen llegado antes. Seguramente me hubieran dicho que el canario se escapó, sin reprocharme que haya tirado la jaula por la ventana. Hubieran tratado de olvidar el asunto, regalándome otra mascota o enterrando completamente el tema. Pero yo llegué antes y vi lo que esas malditas palomas habían dejado en la jaula, que ahora parecía aplastada por un camión o una criatura enorme. En su interior, entre la mierda y las plumas que oscurecían el color de los finos barrotes, las tacitas rojas donde le dejaba el alimento y el agua se encontraban destrozadas. Aun muchos años después seguimos encontrando piezas de esas tazas desperdigadas en el patio. Pero eso no era el único 'regalo' que me habían dejado las palomas. Los primeros segundos de contemplar ese repulsivo desorden no lo noté, pero había algo más entre las plumas y los desechos. Algo que ya nunca me miraría con sus curiosos ojos. Semi-devorado, los restos sanguinolentos de mi canario reposaban en un espantoso ataúd de metal y mierda. Las palomas se habían comido a mi canario.

Muchos años pasaron desde aquel evento. Mis padres fallecieron, me mude a la ciudad para estudiar y trabajar, conocí a alguien. Nunca revelé este secreto a nadie. Solo mis miradas enfurecidas contra las palomas contaban de su existencia. Algunos de mis amigos notaron esas miradas y me cargaban. Comentaban los cambios del nido de palomas que se veía desde la ventada de la oficina como si fuera la novela del momento. Me llevaban a alimentar a las palomas a la plaza, como si fuese un niño o un anciano. Tanta atención le prestaban a animales tan poco llamativos que llegaron a notar, como lo vengo haciendo silenciosamente desde hace unos pocos años, que las palomas de hoy en día ya no le tienen miedo a las personas. Antes, cualquiera que se acercara a unos pocos metros de un cúmulo de estas ratas aladas provocaba una inmediata reacción en cadena, que hacía que las palomas elevaran inmediato el vuelo como repentinas nubes de plumas grises. Pero ahora hasta solas, en un virtual uno contra uno frente a cualquier ser humano, se quedan paradas, manteniendo su posición provocativamente aunque nuestros pies se hallen a meros centímetros de su cuerpo. Las personas deberían agredir más a estos pretenciosos pajarracos. Tal vez con unas cuantas patadas aprendan a respetar su lugar dentro del ecosistema citadino. Yo, con toda mi historia, no puedo hacerlo. Cada vez que me acerco a una de ellas y en mi mente brilla la idea de descargar mi ira con un rápido movimiento, la imagen de mi canario medio devorado vuelve para acecharme. Mi estómago se revuelve y la paloma consigue su insignificante victoria frente a mi pie. Viví estos duelos infinitamente, ya que la oficina donde trabajo queda a pocos pasos de una gran plaza donde miles de estos animales viven y mueren. Obligado a recorrer ese absurdo campo de batalla la mayor parte de los días, me alegraba cada vez que, más por empeño de mi mirada que de la cercanía de mi pie, una paloma se alejaba aleteando torpemente de un enfrentamiento ridículo.

Un día, como tantos otros, cruzaba aquella zona de guerra invisible cuando pase al lado de un linyera. Lo noté horas después, recordando la escena con detenimiento. Mi prisa y la abundancia de linyeras por la zona provocaban que, si bien percaté su existencia física, mi pensamiento no se detuviera ni un segundo en él. Atravesaba sin mirar la plaza inundada de plumas cuando este linyera me dijo claramente "Vos odias a las palomas". Me detuve al instante. Tardé unos largos segundos en darme vuelta para contemplarlo, y una vez que mis ojos se fijaron en él lo contemplé en el ruidoso silencio de la calle. En su aspecto nada se destacaba de otros linyeras: ojos nublados y desviados, piel oscurecida por la mugre acumulada, barba tupida, gris y desordenada, harapos desgastados a tal punto que parecen ser del mismo color que la piel, bolsas de plástico de algún supermercado derrochador tapando los agujeros de la vestimenta, horribles pies descalzos arrastrándose con culpa por el suelo. Su mirada parecía evitar la mía, no supe si por la borrachera que su ropa revelaba o por propia decisión. Debo haberme concentrado tanto en su apariencia porque no pude creer, o siquiera entender lo que me dijo. Él repitió, "Vos odias de corazón a las palomas. Lo se muy bien.", mientras daba unos pasos adelantándose. Acercó su cara a una distancia íntima. "Lo se porque ellas también te odian.". En ese momento la frase me pasó por encima. Solo pude comprender lo que dijo más adelante, cuando comencé a recordar todo lo que habló, recapitulando y uniendo la verdad de sus ojos con los sonidos de su garganta. "¿Nunca escuchaste de la excusa de los vegetarianos? Cuando uno come carne, cuando come un animal, come su alma, come su espíritu, come sus sentimientos. Ustedes se la pasan comiendo carne. Por eso son sumisos y estáticos como las vacas, se revuelcan en su mierda como los cerdos, tiemblan y atacan en la oscuridad como los pollos. Yo, en cambio, (él se dio vuelta alejándose. Sin embargo, pude notar que su boca se quebraba en una media sonrisa desencantada) estoy en todas partes. Soy los ojos que todo lo ven."