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Una efigie de piedra se planta en tu pantalla, ¿Serás capas de vencerlo? las marcas de mil dedos estrellados le adornan la frente y su sangre baña las mejillas como agua de mar. Impávida, mira las nubes pasar, visitarla y seguir su marcha. Hay solo un ojo en la efigie, el otro siempre esta oculto, mirando estrellas de mar temerosas de ser partidas por sus vértices. Aunque conviven con sus brazos tentaculares entre todos los demás mariscos deliciosos, mantienen su boca oculta. Jamás palabras saladas tienen que escapar. Tendrán miedo de que se cristalicen al tocar un aire ácido que expele sensaciones, que parece invisible pero se toca, y empuja, y concentra. Mueve espaldas e hilos, teje entre sus bandas elásticas un entramado violáceo que solo ciega criaturas sin ojos, siega probosis alimentarias, u oculares, u olfativas, u olvidables. tan quieto se queda el núcleo pensante sin las cadenas que lo atan a las piedras voladoras, raudas y rasantes, cazadores de peces en el exilio del desierto, bosqueando, bordeando los aromas del azúcar encadenado en hebras, cayendo como baba de lenguas de sabios ornamentados de azul fino, lápiz de cielo, del aguado vino. saltando entre piedras, cedras de ojos penetrantes clavan sus lanzas en los tobillos, inmovilizando el insecto para asimismo estudiarlo, despedazando sus engranajes, desengrasando su uniones, un esquema de la perfección en forma de tiempo de reacción, con cada sólida unidad nada mas sólida por la incapacidad de unir, que es lo que lleva al llanto, el miedo a la incapacidad, el extraño átomo que bloquea lo mas elemental, y al que hay que dividir y dividir y dividir para entender que finalmente el silencio es sólido, y no lo pueden atravesar tus flechas de vidrio prismático. Donde las grietas se refugian como semillas entre plumas, buscando el oasis en el desierto dentro del cual llover en palabras tan bobas, tan inútiles, que nadie leerá y solo servirán de cortina para esconder el verdadero fin que esconde la piedra. Sos una mierda. No me molesta esconderme a plena vista. Cubrirme en un manto de invisible sexo, una vagina aduladora a la que él siempre quiere volver. A diferencia de ella, que solo desea florecer en miles de pústulas de polen polvoriento. Florecer en cada rendija, húmeda o vacía. Llenar la plaza de cadáveres cínicos hambrientos de su propia muerte, embebidos en el jarabe bílico de sus entrañas, tan sabrosas que no pueden dejar de regurgitarlas. Bailando entre los cables carentes de vida en composición irregular, pero repetitiva de dentelladas de preocupación. Cómo me vera mi madre ante la danza caníbal, que se devora a si misma para volverse dios. Entregando la sal al niño del que solo se conoce su corona.
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