Flare
La estrella de mi padre
En la antigüedad, se creía que los cometas, las esporádicas bolas de luz que no tan usualmente aclaraban el cielo nocturno, eran profetas de la desgracia. Una nueva y fugaz estrella era el preludio a la muerte de un rey, una cruenta y brutal guerra o de alguna mortal peste. Ninguno de esos eventos rondaba por mi mente cuando observé por primera vez aquel fulgor que acompañaba a la salida del sol, como lágrima de luz que se vertía desde las montañas, desafiando la gravedad, hacia el anaranjado cielo. Muy grande para ser una estrella, muy brillante para ser un avión, quise mirarla con más detalle, pero el autobús que me llevaba a mi trabajo justo pasaba por allí y no podía darme el lujo de perderlo. Dentro del apurado vehículo ya no pude verla.
La rutina me hizo olvidar tan singular evento. Aún así, la estrella misteriosa volvió a aparecer la mañana siguiente. Estaba unos centímetros más baja, casi bordeando el horizonte recortado por los circundantes montes. También parecía más brillante que el día anterior. Incluso podría decir que estaba más cerca. Aquel día le pregunté a mis compañeros de trabajo si habían visto lo mismo, pero en un mundo como el nuestro, poca gente alza la cabeza. También se lo comenté a mi madre, al regresar a mi casa, pero difícilmente me haya prestado atención. Aún seguía preocupada por mi padre, quien había salido hace algunos días a escalar una de las montañas que rodeaba nuestro pueblo. Me deprime verla así. Mi padre hace años que está fuera de forma para escalar como lo hacía en su juventud. Le dice a mi madre que va a escalar, como excusa para salir con alguna de sus amantes. Pienso que mi madre ya lo sabe, y disimula la situación para evitar un problema mayor, o para conservar su frágil felicidad, no lo sé muy bien. No me creo capaz de juzgarlos por sus acciones.
Al día siguiente la estrella no apareció, ni tampoco el día después. Tan solo con dos apariciones, aquel suceso logró ocupar un importante espacio en mi mente, aunque solo sea como entretenimiento. La desaparición de aquel fulgor coincidió con el comienzo de una seguidilla de terribles noches de insomnio. Recostado, incomodo, en mi cama, podía oír todos los ruidos que producía mi casa al contraerse por el frío. El rechinar de los muebles de madera, el correr del agua dentro de las cañerías, un insecto moviendo frenéticamente sus extremidades, el errático movimiento de mi madre dentro de su cama. Aquellos suaves sonidos que acompañaron las noches de mi infancia. Con su espaciado e irregular ritmo, lentamente lograban que me calmara y conseguían, pese a mi insomnio, que conciliara un agradable sueño. Todas las noches mi madre se levantaba y se dirigía hacia la cocina a tomar un vaso de agua. Un pequeño, aunque inquebrantable, ritual que toma solo unos minutos, el cual mi insomnio me hizo rememorar al oírlo de nuevo. Las noches subsiguientes comencé a prestar más atención a ese ritual, percatándome no sin sorpresa que a medida que pasaban los días, el ritual tomaba más tiempo y extraños sonidos salían de la cocina.
Mi padre todavía no había vuelto, y mi madre estaba cada día más demacrada, como si el insomnio que me atormenta la atacara con más fuerza a ella. Angustiado, inquirí intensamente sobre su estado, pero ella se negaba a darme una respuesta. No pasa nada, me decía, aunque su rostro demostrara lo contrario. ¿Cuál será el dilema que la apremia? ¿Habrá descubierto el secreto de mi padre, y la angustia el pensar como debe reaccionar al respecto? Con esas cavilaciones entretenía mi pensamiento mientras intentaba dormir, cuando la escuché agitarse entre las sabanas. Luego, un rozar de telas, pies nerviosos explorando el suelo, una puerta que se abre, dos pantuflas que acompasadamente se dirigen a la cocina y una puerta que suave se cierra. Luego, agua corriendo. Me levanté sigilosamente de mi cama, dispuesto a quebrantar la privacidad de ese ritual. Con la loza enfriando mis pies, me arrimé a la puerta de la cocina, y con un leve movimiento la abrí unos pocos centímetros para poder observar los secretos que escondía. Aún hoy desearía que lo que vi en aquella ocasión (y en las tantas otras veces que volví a espiarla) fuera una alucinación, o producto de mi imaginación. El fantasma de mi padre, pálido, inmaterial se hallaba acosando a mi aterrorizada madre con un rictus furioso, oscuro e inhumano. Los ojos de mi madre se hallaban rojos y secos de lágrimas, mientras continuaba refregándose la cara en silencio, arrodillada en el suelo. El fantasma de mi padre solo repetía: "¿Por qué no viniste a buscarme? ¡Sé que viste la bengala de emergencia que disparé! Yo te amo... ¿Por qué no viniste...?"
Sigo recorriendo los mismos caminos, y sigo mirando al cielo con horror. Hay mañanas en las que, apenas por encima de las montañas y acompañando al naciente sol, vuelve a aparecer la estrella, para que no nos olvidemos. Para que recordemos que él aún está allí.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario